Monemvasia, en el Peloponeso de Grecia

Sobre un peñón de trescientos metros de altura, que se desgajó del Pelopo­neso en el siglo IV de nuestra era a causa de un terremoto, y que desde el siglo VI está de nuevo unido al conti­nente por un arrecife, se asienta la población de Monemvasia. Uno de los lugares más bellos del Destino Grecia.

Aunque al principio resulte desalentador, el viajero debe alcanzar la cima de la acrópolis, donde divisará, a vista de pájaro, la ciudad baja. Desde este punto, el aura de misterio con el que Monemvasia envuelve al viajero en la ciudad baja, se hace diáfano. Desde lo alto, la ciudad aparece como un rompecabezas vivo. La vegetación permite reseguir con claridad el perímetro de los patios que a pie de calle parecen trazados en una geometría imposible.

Las cú­pulas semiesféricas de las iglesias contrastan con la rec­titud impasible del horizonte. La plaza Dzamíon, limi­tada a sus espaldas por la catedral y la antigua mezquita otomana, tiene otro flanco que se lanza al infinito: el mar, inmenso, teñido de azul cobalto en los días más luminosos.

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En la Odisea, Homero narra que la flota de Ulises, procedente de Troya, surcó estas diáfanas aguas en dirección a Ítaca. La suerte de Ulises cambió repenti­namente cuando a unas decenas de millas al sur de Mo­nemvasia, a la altura del estrecho de Citera, una verti­ginosa tormenta extravió las naves del héroe homérico, dando así comienzo la larga serie de aventuras y des­venturas que padecería Ulises, en tierra desconocidas, antes de llegar a su patria, diez años después.

El Kastro de Monemvasia (ciudad baja) se conserva intacto desde la edad media; es ésta una ciudad llena de rincones sugerentes y misteriosos, con muros que en­cierran patios desde donde surgen perfumes vegetales capaces de despertar sensaciones casi olvidadas en el alma del viajero. A través de escalinatas de trazado invero­símil, se puede recorrer prácticamente todo el perímetro de esta ciudad, donde hace diez siglos se amontonaban hasta cincuenta mil habitantes, atraídos hacia ella por el gran volumen de negocio que generaba su puerto, y que hoy sólo cuenta con cincuenta vecinos estables.

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Los reveses de la historia

La encantadora fosilización de Monemvasia actual se debe a que la que fuera una esplendorosa ciudad medieval no pudo sobreponerse a dos hechos que supusieron para ella sendos cataclismos económicos.

El más reciente fue la construcción del canal de Corinto. El tajo a lo vivo del istmo de Corinto evitó que los barcos que navegaban en­tre el mar Negro y el Mediterráneo occidental tuvieran que rodear el Peloponeso. Monemvasia, en el extremo sur del Peloponeso, dejó de contar para las comunicacio­nes marítimas de largo alcance, dejando así atrás un mile­nio durante el cual la ciudad fue referencia ineludible para todos los navegantes que seguían este derrotero.

Si la entrada en funcionamiento del canal de Corinto casi borra Monemvasia de los mapas náuticos, un cam­bio de tendencia en los hábitos del consumidor (como dirían los analistas económicos actuales) sumió a la ciu­dad en una lenta pero progresiva depresión económica a lo largo del siglo XIX. La causa fue la irrupción fulgurante del champagne en las más distinguidas mesas europeas.

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Las vicisitudes de la historia han marcado la fisono­mía de Monemvasia. La ciudad no conserva apenas vestigios arqueológicos de la época clásica, aunque se sabe que ya existía durante la dominación minoica, cuando la civilización cretense fue hegemónica en el Mediterráneo oriental. En la edad media estuvo conti­nuamente sometida a influencias extranjeras, pero hay un detalle que vincula con fuerza Monemvasia con el espíritu de la Grecia clásica. En lo alto de la acrópolis de la ciudad, la iglesia de Agia (Santa) Sofía, levan­tada encima de un precipicio vertical de 300 metros so­bre el mar, sigue siendo faro y testimonio de la civiliza­ción que más hizo avanzar a la humanidad por los caminos del racionalismo y la democracia. Agia So­fia se traduce como «santa sabiduría». El cristianismo bizantino no pudo prescindir de un concepto tan arrai­gado en la religión pagana como el de la sabiduría, encarnado por la diosa Atenea, así que los primitivos sa­cerdotes tuvieron que encajar Atenea en el santoral cristiano y la denominaron por su función: Sofía. De la misma forma que los cristianos de Constantinopla de­dicaron el principal templo de la ciudad a la reencarna­ción cristiana de Atenea (Santa Sofía), el espíritu de la Grecia clásica sigue perviviendo en Monemvasia otra­ vez del nombre de su iglesia más importante, levanta­da sobre un risco de 300 metros de altura sobre un mar infinito, azul y saturado de historia y de literatura.

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El Vino de Monemvasia o Malvasía

Por sorprendente que parezca, fue así. La alegría burbujeante de los vinos originarios de Francia arrinconó al fondo de los aparadores de los más selec­tos comedores europeos los caldos que, desde la edad media, venían gozando del máximo prestigio en estos mismos salones: los vinos de malvasía blancos, dulces y fuertemente alcoholizados, de los cuales Monemva­sia era el principal exportador. La relación de Monemvasia con el vino malvasía exige un pequeño parénte­sis. Los siglos medievales fueron para la ciudad extremadamente turbulentos. Monemvasia pasó de manos bizantinas a normandas (procedentes de Sici­lia); posteriormente fue dominada por los cruzados francos; de nuevo bizantina y luego saqueada por los almogávares de la Corona de Aragón cayó luego bajo el dominio veneciano. En esta época, los invasores italia­nos rebautizaron la ciudad con el nombre de Napoli di Malvasía, de ahí la denominación del vino que hizo famoso el nombre italianizado de la ciudad.

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Pasaron unos y llegaron otros, pero Monemvasia no dejó de exportar sus caldos a Europa. Los vinos de Monemvasia o Malvasía, elaborados a partir de una varie­dad de uva que metamorfosea casi milagrosamente el salitre marino en miel pura, triunfaron en todas las cortes continentales, hasta la derrota de Napoleón en Waterloo. Fue entonces, tras saquear la región de Champaña, cuando los soldados de las potencias euro­peas emergentes pudieron conocer un vino burbujean­te que destilaba alegría con sólo abrirlo, y cuyo consu­mo, hasta entonces, apenas había traspasado las fronteras de Francia. El cambio en la moda supuso un duro golpe a Monemvasia, pero la ciudad aún hoy pue­de alardear de haber expandido sus cepas más allá del Mediterráneo, llegando hasta las Islas Canarias, donde actualmente se sigue produciendo un vino elaborado con uvas de la variedad malvasía de altísima calidad.

Hoy la producción de vino en Monemvasia es testi­monial; pero esta circunstancia no debe ser impedi­mento para el viajero que se acerque a esta ciudad­ isla para intentar degustar el que fuera el más afamado caldo en la época medieval.

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