Pensábamos que seis días en Santorini sobraban para hacer un reportaje de seis páginas. Infravaloramos la insólita belleza de «la joya de las Cícladas«, uno de los lugares más fotogénicos del mundo. Descubrimos que sus 76 kilómetros cuadrados (la décima parte de la superficie de Lanzarote, su competidora volcánica en el Atlántico) albergan motivos suficientes para olvidarse del avión de vuelta y desmenuzar sus encantos con el mimo y la dedicación que destilan sus fantásticos hoteles, con la meticulosidad que sus habitantes aplican a la decoración y el encalado de sus casas, con la cantidad de papel necesaria para expresar la magia de sus horizontes mediterráneos. Pronto comprendimos que unir bajo el mismo título el cinematográfico amanecer de la villa medieval de Pyrgos, el ardiente y concurrido atardecer de la bohemia Oia, el original ambiente de Fira, las playas de arena negra de Perissa y Kamari y el espectáculo arqueológico de Akrotiri y la Antigua Thira, sería como condensar La Ilíada, La Odisea y La Eneida en un solo libro.

Hasta que instalaron el teleférico, la única forma de llegar a Fira desde el puerto era superando los más de 600 peldaños de un metro de ancho cada uno, en burro o andando.

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Fira y Firostefani suavizan con su blancura la dramática pared de lava. Una imagen que compensa las seis o siete horas de ferry desde El Pireo.

En esta ocasión nos centramos en Fira y Firostefani, la capital de la isla y su complemento indispensable, unidas por dos kilómetros de agradable paseo al borde de la cornisa creada por la erupción volcánica más colosal de la Historia, la misma que acabó con la civilización minoica en la isla de Creta hace casi cuatro mil años y convirtió la circular y antigua isla de Thira en la media luna que es hoy Santorini.

Ambos pueblos están construidos en la cima del acantilado aprovechando al máximo los espacios, con casas excavadas en la roca y apetecibles piscinas suspendidas en el abismo. Firostefani, con las mismas vistas y el mismo estilo arquitectónico que Fira, es el mejor refugio para los que sólo pretenden oir las campanas de la iglesia ortodoxa cuya cúpula azul se observa desde la ventana y la sirena de los cruceros que llegan al puerto y que desde aquí parecen maquetas que podamos reubicar en el mar a nuestro antojo. Basta caminar diez minutos para llegar a Fira (corazón comercial de la isla), a la «Calle de Oro» donde se concentran todas las joyerías y a las famosas terrazas con vistas a la Caldera muy en la línea del ibicenco «Café del Mar».

Sobre las nueve de la mañana comienza la procesión de turistas hacia el puerto, separado del pueblo por una vieja escalera con más de seiscientos peldaños superables a pie o en burro y sorteables gracias al moderno teleférico. Desde allí zarpan los barcos que recorren la Caldera con paradas en lo que los locales llaman «El Volcán» (dos desolados islotes de lava dónde se puede andar junto a los cráteres y darse un chapuzón en las aguas termales) y en Thirasia, un pequeño fragmento de la isla original con una villa de pescadores perfecta para una apacible comida de fin de excursión.

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